Algunas organizaciones permiten que se desarrolle un caldo de cultivo en el que ciertos profesionales que aborrecen su trabajo y otros que son ineptos disimulan su inoperancia. Es un caos para todos.
Casi nadie puede predecir hoy en qué estará trabajando dentro de cinco años. Aunque en este nuevo mercado laboral de transformaciones e incertidumbres, hay quien tiene muy claro que no quiere cambiar pase lo que pase. Algunos viven su día a día laboral en un trabajo que aborrecen. Otros trabajan en algo para lo que no sirven. Y todos ellos lo saben. Los primeros, frustrados, y los segundos, estresados en una mentira profesional de la que cada vez resulta más complicado salir, y que tiene graves consecuencias para la empresa, los colegas de trabajo, y para ellos mismos.
Ovidio Peñalver, socio director de Isavia, cree que «la farsa ante un trabajo que no te gusta se puede manter indefinidamente. Depende sobre todo de la organización en la que trabajas. Muchas empresas no te ven motivado pero si cumples, te mantienen».
En el caso de que no sirvas para ese trabajo, Peñalver cree que «antes o después, o cambias de función o te echan. Incluso puede que tú no aguantes, y que tu mal desempeño te saque de la compañía. Aunque en este caso, aguantar depende de que se trate de una organización paternalista, de la que nunca te van a echar a menos que cometas una barbaridad. Todo esto tiene un coste para la empresa, pero también para el profesional».
La ineficacia
Paco Muro, presidente y fundador de Otto Walter International, añade que «cuando alguien no vale para un puesto y trata de ocultarse, por ejemplo en los jefes, los que están en su entorno se darán cuenta desde el minuto uno. La única farsa que se sostiene es que el de arriba crea que los demás no lo saben ni lo notan».
José María Gasalla, profesor de Deusto Business School, cree que esa especie de hongos profesionales crecen principalmente en grandes organizaciones, tanto públicas como privadas: Se sostienen el parientelismo (viene de parientes), porque el convenio laboral no exige más, o incluso por el miedo a que alguno pueda tener información. Y también por el buenismo de ciertos lugares de trabajo que pretenden ser falsamente un paraíso laboral en el que nadie discrepa ni discute. Y ya se sabe que vivir en conflicto de forma permanente tampoco es una opción, pero sacralizar un consenso exagerado lleva a la ineficacia y a la injusticia. Básicamente lo que se conoce como buen rollo es respeto, profesionalidad, colaboración y ser buena persona. La amistad y las aficiones comunes están muy bien, pero no son imprescindibles. Es mejor un buen ambiente laboral, pero sin caer en los excesos.
Gasalla cree que en todo este caldo de cultivo «se fomenta y se tolera así la figura del presencialista inoperante. Se le ve y está ahí, pero es totalmente ineficaz. Lo del caradura es la actitud del que no quiere; el ignorante no sabe; y el impotente no puede». Añade que esta farsa no puede ser eterna: «Es cuestión de tiempo, de que la cultura lo permita para no crear conflicto con las personas. Y de ahí surge el desencanto, la frustración, la vagancia, la alienación y la estupidez. El que vive en esta mentira ocupa una posición que no sabe cómo llevar a cabo. Vivir en ese mantra profesional perjudica a la empresa, pero también al jefe, a los compañeros y a la persona, y su valor en el mercado se va deteriorando».
En este sentido Ovidio Peñalver añade que «las consecuencias de esa farsa para el profesional -en el caso de que el trabajo no le guste- van desde ninguna hasta que termine de baja por depresión; para sus compañeros no hay problema, siempre que no les afecte en el variable; y para la compañía el resultado va a ser mediocre. Las consecuencias en el caso de que el profesional no valga para ese trabajo son psicológicamente negativas para él. De baja autoestima a sensación de fracaso. Sus compañeros se pueden enfadar por el agravio comparativo de estar pagando a quien no vale, y que resulta una carga. Y en la empresa los ratios de eficiencia y rendimiento bajarán, porque alguien tiene que desempeñar la función y las tareas que no resuelve el inepto».
Las organizaciones profundizan en la evaluación 360 grados, pero José María Gasalla habla de la distribución forzada: «Se trata de evaluar a los dos peores, y no vale no hacer sangre. Cuando se detecten, es necesario tener el liderazgo suficiente para fijar tareas y objetivos y dar feedback cada poco tiempo».
Paco Muro cree que mantener a un inútil en su puesto supone un grave desgaste para el equipo y para el prestigio del jefe que lo permite. Los demás se preguntan si es que el superior no se da cuenta, o si es que lo sabe pero no hace nada, que es peor».
Muro añade que «si el torpe e inoperante es jefe, la cosa se complica, porque la inoperancia de un mando hace ineficaz a todo un equipo, desgasta al resto de los jefes, da un pésimo ejemplo y mensaje de empresa, y enseña que esa organización premia a los ineptos y desprecia a los que arriman el hombro. Son ingredientes perfectos para que el clima y el rendimiento queden por los suelos».
Además, Muro opina que «este tipo de inútiles tiene una habilidad extraordinaria: saber ganarse al de arriba y aparentar que hace más de lo que hace. Suelen vivir a la sombra de un jefe que controla poco y mal, ya que es a quien mejor se engaña».
Y concluye que la ‘patada hacia arriba’ de un inepto nunca sale bien, aunque a veces se dan síndromes de Estocolmo que hacen que el jefe del torpe justifique lo injustificable, ya sea porque no sabe cómo quitárselo de encima, o porque no quiere reconocer algo muy simple y que a los directivos a veces les cuesta mucho admitir: ‘me equivoqué colocándolo, y ha sido un gran error'».
Noticia extraida de: expansion.com